Inicio de la Vida
Por:
Dr. Luis E. Ráez
Con todos los adelantos de la tecnología moderna, no
debería quedar duda alguna (como ocurría a comienzos del siglo pasado)
de que la vida humana empieza con la unión del óvulo y el espermatozoide
en el tercio externo de las trompas de Falopio de la madre. Es sólo
cuestión de tiempo para que el ser humano crezca y desarrolle todas sus
capacidades y potencialidades en los siguientes nueve meses de vida (y
el resto de años fuera del útero de la madre). La dignidad humana que
Dios le dio el día de la fecundación es única, universal e
irrenunciable, y acompañará al ser humano en todas las etapas de su
vida. Por ello, siempre debe ser respetada y considerada como la fuente
originaria de los llamados «derechos humanos».
El Papa Juan Pablo II nos ha recordado en reiteradas ocasiones la inviolabilidad del derecho a la vida del ser humano inocente desde el momento de la concepción hasta la muerte. Este embrión humano no es un animal ni un simple conjunto de células. Tiene una dignidad especial: en primer lugar, porque Dios lo creó a su imagen y semejanza para ser el administrador de la creación (Gén 2,7); y en segundo lugar, porque el Señor Jesús, mediante el misterio de la Anunciación-Encarnación, se hizo hombre y elevó nuestra condición de creaturas a hijos de Dios. El pensador peruano Luis Fernando Figari lo explica con claridad en un texto titulado «La dignidad del hombre y los derechos humanos»: «La dignidad fundamental, y más aún fundante, del hombre proviene de ser la persona humana creada por Dios como interlocutor personal suyo e invitado a participar desde su estructura óntica en la dinámica creacional. Las palabras 'imagen y semejanza', a las que estamos tan acostumbrados, portan en sí la entrada al misterio de la dignidad humana (...) La dignidad de la creatura humana quedará aún más claramente manifestada por la irrupción del Verbo Eterno en el tronco humano, asumiéndolo y elevándolo, en un proceso misterioso e indescriptible en la magnitud de su grandeza». Esta dignidad del ser humano única, universal e irrenunciable, no puede ser negada o relativizada según las circunstancias sociales o el momento histórico que se viva.
El embrión humano es una unidad bio-psico-espiritual desde su concepción. Por ello, su cuerpo también debe ser respetado. Juan Pablo II recordaba enérgicamente a la Asociación Médica Mundial en 1983 que es preciso «tener presente la unidad de sus dimensiones corporal, afectiva, intelectual y espiritual». «Cada persona humana, en su singularidad absolutamente única, está constituida no sólo por su espíritu, sino también por su cuerpo. Así, en el cuerpo y por el cuerpo, se llega a la persona misma en su realidad concreta», agregó.
La vida humana se inicia en el momento de la
concepción
La dignidad del ser humano es única, universal e irrenunciable.
Ésta es la base fundamental de los llamados «derechos humanos» y no una
arbitraria definición judicial o legislación humana. Sólo en la medida
en que las diferentes legislaciones de nuestros países sean un reflejo
de la ley natural que se deriva de este Plan de Dios para nosotros,
estaremos realmente haciendo del mundo un lugar más humano y divino.
Todo hombre abierto a la verdad con la luz de la razón y la gracia de
Dios puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón
(Cf. Rom 2,14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio
hasta su término.
La Iglesia Católica siempre ha hablado claramente en la
promoción y defensa de la vida humana. En el momento de la unión del
óvulo materno con el espermatozoide paterno ocurre el proceso de
fecundación. La ciencia ha demostrado que desde el momento de la
fecundación, el cigoto (célula surgida de esta unión) combina los
cromosomas del óvulo y el espermatozoide, creando una realidad
completamente nueva. Sólo horas después de surgir, el cigoto comienza
una intensa actividad celular de especialización, que permite determinar
qué parte de esta microscópica realidad terminará convertida en el
cerebro, el corazón, la columna vertebral o los músculos del nuevo ser
humano. Sus dimensiones microscópicas no cambian el hecho de que este
nuevo ser es un ser humano plenamente nuevo e independiente. Desde ese
instante el nuevo ser ya es una unidad en cuerpo y alma, única e
irrepetible, tiene toda la información genética necesaria para seguir
desarrollándose hasta llegar a ser una persona adulta.
El Papa Juan Pablo II nos ha recordado en reiteradas ocasiones la inviolabilidad del derecho a la vida del ser humano inocente desde el momento de la concepción hasta la muerte. Este embrión humano no es un animal ni un simple conjunto de células. Tiene una dignidad especial: en primer lugar, porque Dios lo creó a su imagen y semejanza para ser el administrador de la creación (Gén 2,7); y en segundo lugar, porque el Señor Jesús, mediante el misterio de la Anunciación-Encarnación, se hizo hombre y elevó nuestra condición de creaturas a hijos de Dios. El pensador peruano Luis Fernando Figari lo explica con claridad en un texto titulado «La dignidad del hombre y los derechos humanos»: «La dignidad fundamental, y más aún fundante, del hombre proviene de ser la persona humana creada por Dios como interlocutor personal suyo e invitado a participar desde su estructura óntica en la dinámica creacional. Las palabras 'imagen y semejanza', a las que estamos tan acostumbrados, portan en sí la entrada al misterio de la dignidad humana (...) La dignidad de la creatura humana quedará aún más claramente manifestada por la irrupción del Verbo Eterno en el tronco humano, asumiéndolo y elevándolo, en un proceso misterioso e indescriptible en la magnitud de su grandeza». Esta dignidad del ser humano única, universal e irrenunciable, no puede ser negada o relativizada según las circunstancias sociales o el momento histórico que se viva.
El embrión humano es una unidad bio-psico-espiritual desde su concepción. Por ello, su cuerpo también debe ser respetado. Juan Pablo II recordaba enérgicamente a la Asociación Médica Mundial en 1983 que es preciso «tener presente la unidad de sus dimensiones corporal, afectiva, intelectual y espiritual». «Cada persona humana, en su singularidad absolutamente única, está constituida no sólo por su espíritu, sino también por su cuerpo. Así, en el cuerpo y por el cuerpo, se llega a la persona misma en su realidad concreta», agregó.
Las enseñanzas del Santo Padre hoy más que nunca necesitan
repetirse: «El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la
Dignidad de la persona humana y el Evangelio de la Vida son un único e
indivisible evangelio. 'Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos' (1
Jn 1,3): Anunciad el Evangelio de la Vida» (Evangelium Vitae 66).